Auger y el oficio de juzgar

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Al ciudadano Clemente Auger las vacaciones siempre le han aburrido. Por eso, desde los lejanos tiempos en los que España despertaba de la larga modorra de la posguerra, llegado el final de las vacaciones, al aproximarse a Madrid conduciendo su coche paraba el vehículo, ponía pie a tierra y arrodillado sobre el asfalto daba gracias a Dios al divisar en el horizonte las siluetas de edificios periféricos de la capital. -Envejezco bien por dos motivos: porque de la televisión solo veo los telediarios y porque quien diga que la infancia y la juventud son épocas doradas es un imbécil – decía muy serio.

El Auger espontáneo hablando de la vida se volvía prudente abordando temas jurídicos. Hacerse cargo de la Audiencia Nacional que sustituía al Tribunal de Orden Público de nefasta memoria entre los demócratas que lo habían sufrido por movilizarse en la clandestinidad no era tarea fácil y Auger, excelente jugador de póker, lo llevó muy bien. Era un Auger que practicaba la circunvalación dando cinco, diez, veinte vueltas en torno a la misma idea. Te machacaba y te hacia adicto a su dosis de tres aspirinas diarias para combatir la fatiga. Su motivada, circunspecta y razonada exposición de motivos jurídicos se compaginaba en lo privado con la faceta del Auger desmelenado que bien podría haber sido ser cronista de las gentes de Madrid.

-¿Tierno Galván…?

-No fue un alcalde. Fue relaciones públicas.

-¿La movida…?

-Fue la degradación de la Ilustración.

-¿El fútbol…?

-Odio más el baloncesto y el waterpolo.

Fue un buen presidente de la Audiencia Nacional en los años de los jueces estrella que consideraba inevitables, al margen de los matices psicológicos de cada uno de ellos, matices que les hacían más o menos afines a su manera de ser y pensar. Sostenía que el estrellato de los jueces de instrucción era consecuencia de que la propia dinámica de sus decisiones les convertía en objetivo de los medios de comunicación.

Creía Auger que la Justicia es lenta, la prisión provisional injusta y la vida de gente como Manolito el Furia, capaz de amar y arruinarse jugando a la ruleta, le parecía fascinante. Creía también que en el mundo hay muchos más gilipollas que gentes sensatas y opinaba que hoy es más importante un periodista que escribe a partir de una nota policial que no respeta la presunción de inocencia que el cronista de tribunales que informa objetivamente de la vista pública.

Contaba historias mientras no paraba de beber agua:

-… y una noche, siendo jóvenes, Ruiz Gallardón padre dijo que nos invitaba a ir de putas y uno de nosotros le dijo que si en lugar de una puta le podía pagar un abrigo porque estaba pasando mucho frío.