Carrillo y los hermanos en Cristo

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Volvió con peluca, se manifestó por primera vez tras los féretros de los abogados laboristas asesinados en su despacho de la calle Atocha, se instaló con su familia en un piso en un barrio de Madrid y allí le vi por segunda vez, la primera fue en su largo exilio en Paris.

En ambas ocasiones las medidas de seguridad eran fuertes: si en París tan pronto encendía la luz de la habitación el escolta bajaba la persiana no sin antes mirar detenidamente la calle, en Madrid el servicio de seguridad te paraba en la portería, verificaba que Santiago Carrillo te esperaba y al franquearte la entrada del piso te recibían dos robustos ciudadanos con un bate de béisbol al alcance de sus manos.

Seguí a Carrillo en su primer mitin. Fue en Sevilla. Al finalizar, cuando ya se había retirado, los asistentes seguían aplaudiendo y había gente que lloraba al recuperar los años perdidos. Él volvió al escenario, se acercó al micro y dijo que se habían recogido unos rosarios. “Los hermanos en Cristo que los hayan perdido pueden pasar a recogerlos por el servicio de orden”.

A mi lado, su jefe de prensa, hija de familia de derechas de toda la vida, no pudo retener unas lágrimas. Escribí la anécdota y un lector me escribió a su vez peguntándome como estaba mi conciencia de hijo de puta tras mezclar a Cristo con el asesino de Paracuellos del Jarama. Tras definir a Carrillo como asesino añadía en su nota que los dos, Carrillo y yo, éramos dos cabrones, dos cerdos y dos rojos.

La transición no fue modélica pero el tiempo en la que se vivió era difícil. Hubo muertos, hubo amenazas de muerte y hubo justificado miedo entre dirigentes de la oposición democrática que surgía de la clandestinidad. La hoy denostada transición quizá no se pudo hacer de otra manera.

Parecía que el PCE iba llegar con fuerza a la política democrática española pero el PSOE le barrió por la izquierda. El error del Partido Comunista fue hacer en España, finales de los sesenta, unas listas electorales con momias de un pasado que pocos querían recordar. Carrillo fue un pragmático que jugó la carta del eurocomunismo ideado por Enrico Berlinguer, pero en su fuero interno creo que siguió siendo estalinista.

-Era un cínico - me dijo Jorge Semprún.

Sólo una vez pensó que todo había acabado: fue el 23 de febrero, la tarde del golpe de Tejero. Aguantó impávido en su escaño del hemiciclo del Congreso, encendió un cigarrillo y observó la escena sin parapetarse tras el respaldo del sillón, como hicieron casi todos.

-¿Pasó miedo? – le pregunté días después.

-Pssss – respondió lacónico dando caladas a uno de los cigarrillos, dos cajetillas diarias pasaban por sus dedos manchados de nicotina. Fumador empedernido, tanto en París como en Madrid le vi sacar del bolsillo de su americana, con agilidad de hábil prestidigitador, cigarrillos de tabaco rubio, siempre de la misma marca, que parecía que sacaba encendidos.