María Rivas Xerif y Manuel Azaña

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En el piso, ubicado en una calle tranquila de la caótica Ciudad de México, se respiraba el elegante ambiente burgués de los años en los que la burguesía culta y liberal todavía tenía un discurso y un estilo de vida. Era un piso acogedor, silencioso. Fotografías, recuerdos personales y objetos de plata sobre los muebles clásicos y de buena calidad comprados en el mercado de antigüedades de La Lagunilla cuando, según doña María, todavía se podían encontrar en el populoso mercado cosas interesantes a buen precio. Doña María tomó asiento en una butaca. Era una anciana tímida y educada a la que por entonces ya le fallaba un poco el oído. “Deberá gritarle un poco cuando le haga las preguntas”, me advirtió uno de sus sobrinos, hijo de Cipriano Ribas Xerif, hermano de doña Maria y compañero de exilio.

En 1937 Manuel Azaña pronunció un discurso en las Cortes. Dijo que antes del 18 de julio de 1936 Madrid era una ciudad en la que nunca había pasado nada. Arrellanada en la cómoda butaca doña María se mostró de acuerdo con aquellas palabras al rememorar el Madrid del tiempo anterior al verano del 36, una ciudad muy alegre, decía, en la que la noche parecía que era el día con gente saliendo de los restaurantes, los teatros, los cines, o sentada en las terrazas de los bares de la Castellana o de los barrios. Sí. Era un Madrid alegre y confiado. Ella llevaba un tipo de vida normal. Nada de extraordinario. Paseaba, iba a conciertos y a teatros, almorzaba o cenaba con las amigas… A Manuel Azaña le conocía desde hacía muchos años porque era íntimo amigo de su hermano y, como Azaña, socio del Ateneo. El proceso de enamoramiento de doña Maria y don Manuel, ambos de origen burgués, se inscribió en los parámetros de la época: fue un itinerario lento, tranquilo, hasta completar el ciclo de conocimiento mutuo sin sobresaltos emocionales.

-¿Usted también fue asidua del Ateneo?

-A las sesiones del Ateneo asistían mujeres, pero yo no. En mi época, a las tertulias nocturnas de los amigos asistían, en general, pocas señoras a no ser que acompañasen a su marido o a su hermano. A Valle Inclán y a otros escritores importantes de la época les conocía porque venían a mi casa pero a sus tertulias no asistía porque las señoras no lo hacían.

-¿Cómo era Valle Inclán?

-Oh… Era todo un personaje. Hablaba muchísimo y de vez en cuando decía sus pequeñas mentiras, la mayoría de ellas muy graciosas. Era inteligente. Como otros intelectuales de aquella época. Era gente divertida y sobre todo con talento. Pero el mío era un conocimiento digamos que de salón doméstico. Eso de que ahora las señoras van a todas partes y a todas horas en los años de mi juventud no se estilaba.

-¿Le gusta más lo de ahora?

-A mí me gusta todo. Lo de entonces y también lo de ahora. Comprendo divinamente a la juventud. Me gustan muchísimo los jóvenes. Por eso estoy tan contenta ahora: porque tengo mucha juventud a mí alrededor.

-¿Y de don Manuel que le gustó?

-Que fuese como era.

-¿Y cómo era?

-Para mí, una persona extraordinaria. Pero claro, dirá usted que eso les pasa a todas las señoras que quieran a su marido, ¿no? No le puedo decir más –y doña María abrió sus manos, sonrió y se encogió de hombros, expresando con la ambigüedad gestual lo inexplicable que resulta querer explicar cómo era la persona a la que se ha querido.

-Usted era o es católica.

-Sí. Soy católica.

-Se conocieron en 1921 y se casaron por la iglesia en 1929.

-Exacto.

-Don Manuel no era creyente.

-No.

-¿Nunca tuvieron problemas por motivos religiosos?

-Nunca. Ni un solo problema. A él no le importaba.

-Usted, de casada, siguió haciendo lo que hacía de soltera: ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar.

-Y él me recordaba que debía ir.

-Cuando en el Ateneo se quiso votar la existencia de Dios ¿es cierto que su marido se levantó y se marchó porque consideró que era una votación estúpida?

-Yo esa anécdota nunca la escuché explicar en casa. Quizá sea cierta o tal vez sea falsa. Pero de ser cierta, claro que mi marido debió marcharse del Ateneo. Naturalmente. No le debió gustar nada que se votase esa tontería.

-¿Y usted qué pensó el día que él dijo que España había dejado de ser católica?

-Que la gente no le entendió. Creían que por ese motivo iban a prohibir a todo el mundo que fuese católico. Y no era eso. Lo que quiso decir era que el Estado dejaba de ser católico. ¿En qué cabeza podía caber que se fuese a prohibir que los católicos siguiesen yendo a la iglesia o que los sacerdotes dejasen de oficiar misas? No es que España dejase de ser católica porque dejasen de serlo o se les prohibiese a todos los españoles. No era eso. Pero mucha gente no lo entendió.

-Cuando se casaron, ¿su vida social, el mundo de sus relaciones cambió mucho?

-No. Aunque yo era mucho más joven mi mundo social siguió siendo el mismo porque a casi todas las personas que se relacionaban con mi marido ya les conocía desde hacía tiempo a través de mi hermano.

-Cuentan que era un conquistador. Que le gustaban mucho las chicas.

-Pues puede que sí. Cuando menos sí que le gusté cuando se casó conmigo, pienso yo.

-A usted, ¿le gustaba el mundo de la política?

-A mí me gustaba todo lo que le gustaba a mi marido. Yo eso no lo debo decir, pero es que para mí el que es de una le parece que es el mejor. Por ejemplo, en política siempre le vi como la persona superior, cosa que puede no ser cierta. Cuando él intervenía en las Cortes yo siempre asistía a la sesión para experimentar el placer de escucharle.

-¿Qué discurso le gustó más?

-Ay… No se lo puedo decir. Fueron tantos… Me gustaron todos. Emocionarme, me emocionó el último. El que pronunció poco antes de que terminase la guerra.

-El discurso en el que pidió paz, piedad y perdón.

-Exacto. Un párrafo precioso. No preparaba sus discursos. Los improvisaba al momento. Escribir muchas cosas y decirlas muy estudiadas y preparadas no creo que tenga el mismo mérito que el de la persona que está diciendo lo que siente. Y eso, la expresión de sus sentimientos, está en sus discursos y también, de forma más reflexionada, en toda su obra escrita.

-Un día, él se definió como un intelectual, un demócrata y un burgués. ¿Era las tres cosas?

-Pues sí. Lo era.

-¿Cómo se notaba que era un burgués?

-Era una persona a la que le gustaba vestir bien, comer bien y vivir la vida sin grandes lujos pero de forma agradable.

-No cabe duda de que era un intelectual y un demócrata.

-Sí. Eso desde luego quedó claro a lo largo de su vida.

-Su escritura se caracteriza por la elegancia de la prosa. ¿La trabajaba mucho o tenía facilidad escribiendo?

-Le salía de forma fluida. Lo mismo que los discursos. En México los políticos leen sus discursos. Él improvisaba.

-En la España de hoy los políticos también leen sus discursos. Hay poca improvisación.

-Ah… ¿Ahora también? Qué pena.

-¿Le gustaba más la política o encerrarse en su despacho a escribir ensayos?

-Le gustaban profundamente ambas cosas pero la política nunca la ejerció de modo profesional. La política le gustaba porque creía que era la forma de poder servir a su país y a los españoles. Eso era lo que le llegaba al alma.

-Dentro de la política, ¿quién era su mejor amigo, ¿con quién se entendía mejor?

-Su mejor amigo era mi hermano. Pero tenía muchos amigos más.

-¿Se entendía bien con Indalecio Prieto?

-Sí.

-¿Con Gil Robles?*

-Con él, nada. Era la oposición.

-¿Con Negrín?

-Se respetaban pero no se entendían. Al final de la guerra sus relaciones fueron malas.**

-A usted, ¿le gustaba más que se fuera de mítines o tenerlo en casa escribiendo?

-Escribiendo no se cansaba tanto como yendo de mítines pero a mí me daba igual que se dedicase a una cosa u otra porque siempre me pareció muy bien todo lo que hacía.

–Para él, ¿qué representó el estallido de la guerra civil?

-La muerte. No lo resistió. Cuando todavía estábamos en España fue bajando, bajando, bajando su tono vital y tan pronto cruzamos la frontera se acabó. Sí. Todo fue llegar a Francia y se acabó.

-El Madrid de la guerra era un Madrid muy distinto al Madrid feliz en el que nunca había pasado nada.

-Oooh, sí, claro. Completamente distinto. Él no soportó la tragedia.

-¿Qué decía del general Franco?

-No decía cosas especiales. No era persona de decir palabras fuertes.

-¿Ni un insulto para Franco?

-Ni para Franco ni para nadie.

-En cambio a él sí le insultaron.

-Uuuuf… Muchísimo.

-En 1934 su marido lo pasó mal en Barcelona.

-Yo no estaba con él, que había viajado a Barcelona para asistir al entierro de Jaume Carner***, un gran señor al que mi marido nombró ministro de Hacienda pese, creo recordar, a que en aquel momento una parte del gobierno no estaba de acuerdo con el nombramiento. Prieto era uno de ellos. Mi marido me decía: “Porque no le conocen, pero en cuanto le conozcan…”. Y así fue. Prieto pasó a ser uno de los grandes defensores de Carner. De la detención de mi marido me enteré por la radio. “Parece ser cierta la detención de Manuel Azaña…”. Yo me había quedado en Madrid con mi hermana. La impresión que recibí al escuchar la noticia fue muy fuerte. ¿Detenido? ¿Por qué?, me pregunté angustiada. Desde ese momento ya se imagina usted lo que fueron para mí las horas siguientes. Llegó mi hermano Cipriano y me preguntó si quería algo para mi marido porque se marchaba a Barcelona. Yo le respondí. “Me voy contigo”. Y viajé hasta Barcelona para estar cerca de mi marido en aquellos días difíciles. Iba a verle al barco en el que estaba detenido.

-Su hermano Cipriano escribió en la biografía de su marido que a raíz de la detención en Barcelona don Manuel Azaña cambió. ¿Percibió usted ese cambio?

-Los hechos de Barcelona le afectaron muchísimo. Siempre afirmó que le había detenido sin que tuviese nada que ver con lo que había pasado. Al contrario: decía que se quedó en Barcelona para tratar de convencer a aquellos señores de Cataluña de que no se levantaran, de que era un error político. Pero ellos no le hicieron caso. Ya lo tenían todo preparado. Sí. Es cierto. La detención le deprimió mucho. Le sentó fatal que le juzgaran por unos hechos con los que no había tenido nada que ver. Le deprimió también que mientras estuvo encarcelado no le llegó correspondencia. Tenía la sensación de que nadie se acordaba de él. Ese tipo de pequeñas cosas que vistas con perspectiva pueden parecernos nimias le afectaron en aquel tiempo.

-¿Le afectaban mucho las pequeñas miserias?

-Sí.

En una de las paredes del salón, dos retratos al óleo. Uno de doña Maria y otro de don Manuel. Los dos retratos llevan la firma del mismo pintor. Don Manuel posó en La Quinta, en el Pardo. Doña Maria en su casa de Madrid. La historia de los cuadros refleja el modo de ser de don Manuel. Su retrato se lo encargó personalmente al pintor, que no militaba en ningún partido y que en opinión de don Manuel era muy bueno, porque decía tener una cuenta pendiente a saldar con él. Se conocían del Ateneo pero no eran amigos personales. La deuda pendiente tenía su origen en un acto de protesta organizado por los intelectuales en desagravio a don Manuel por as insidias de que venía siendo objeto. El pintor encabezó aquella protesta y fue en prueba de agradecimiento a su solidaridad que don Manuel le encargó que le hiciese el retrato al óleo. Meses después estalló la guerra civil. El pintor sufría mucho bajo los bombardeos. Mucha gente como él, sin militancia en ningún partido, sin cargo político, abandonaba Madrid para refugiarse en ciudades o pueblos en los que la guerra no se sufría con tanta intensidad. El pintor dijo que pese a que pasaba mucho miedo se quedaba en Madrid en solidaridad con el gobierno republicano. Don Manuel sintió que volvía a estar en deuda con él y le dijo a su esposa: “Te hará un retrato porque en plena guerra y asedio de Madrid ¿crees que podrá ganarse la vida con los pocos cuadros que va a poder pintar?”. Doña María dejó vagar su mirada por los cuadros que colgaban en la sala de estar. Con voz tañida de melancolía dijo:

-Me gusta más el que le hizo a él.

¿Por qué?

-Pues no sé, pero me gusta más. Será porque no me gusto yo misma al verme.

-Posa usted con un porte muy elegante.

-Uuuuy… Que cosas dice usted. Gracias por decirme que tenía un porte elegante pero insisto en que el retrato de mi marido me gusta más y que me parece una maravilla cómo está conseguido. Esa palidez que tenía…

-Era un hombre de tez muy pálida, ¿verdad?

-Sí. Conforme la supo reflejar divinamente el pintor.

-¿Cree que su marido mereció otra época, otro país, que la España de aquellos años no le entendió?

-Pues no se lo puede decir. Lo que si puedo decirle es que han pasado muchos años y sigo sin comprender como la gente no entendió el mensaje de la República.

-¿Le hacía partícipe de sus crisis o era reservado?

-No me decía nada aunque era perceptible que le parecían absurdas muchas de las cosas que se estaban haciendo. Aquí, en México, por ponerle un ejemplo, el presidente de la República es también jefe del gobierno mientras que en la España republicana el presidente podía aconsejar pero el gobierno hacía lo que le daba la gana y eso es lo que pasó al final de la guerra: mi marido decía una cosa como presidente y Negrín hacía lo que quería como jefe del gobierno. En las malas relaciones de mi marido con Negrín y con Largo Caballero no influyeron cuestiones personales sino motivaciones políticas.

-Negrín y Largo Caballero ¿no le hacían caso?

-No. En un momento determinado el gobierno decidió fusilar a una persona. Mi marido se enteró cuando ya lo habían fusilado y creyó que fue un error. Esas cosas le destrozaban.

-Entre las dos tendencias socialistas, la de Largo Caballero y la de Prieto, ¿con cuál se quedaba su marido?

-Iba a épocas.

-Cuando en plena guerra civil deja Madrid y se va a Valencia y a Barcelona, ¿le sigue usted?

-Yo estaba con los primeros niños que salieron de Madrid hacia Alicante. Mi marido me dijo que el gobierno le había preguntado si no me importaría ir con los niños. No pude decir que no. No pude decir que no iba porque no quería separarme de mi marido. Se trataba de dar a las madres la impresión de que aquellos niños iban a estar bien acompañados. Eran niños con familia pero los propios padres querían alejarlos de la que ya se intuía inminente caída de Madrid. Con aquellos niños fuimos las hijas de Prieto, mi hermana y yo. Estando yo en Alicante mi marido se trasladó desde Madrid a Valencia y a Barcelona.

-¿Fueron los niños que acogió México?

-No. Aquellos fueron otros. Los niños de los que le hablo eran más pequeños. Yo estuve con ellos sin saber nada de mi marido. A lo largo de nuestro matrimonio fue la única temporada que pasamos separados e incluso sin saber el uno del otro durante muchos días.

-¿Cómo recuerda sus últimos días en España?

-Con horror. Separaciones de familias, ruptura de amistades, odio, tres años viendo muertes y destrucción… Sí. Fue una cosa horrible.

-Ese horror, ¿contribuyó a minar la salud física y psíquica de su esposo?

-Él dijo en un discurso: “Llegará un día que se me romperá el corazón y nadie sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España. Cuando llamamos al médico francés creíamos que tenía una gripe pero tras examinarlo el doctor nos explicó que sufría un problema incurable de corazón. Mi hermano le comentó entonces ese párrafo del discurso que le acabó de decir y el médico le confirmó que, efectivamente, no lo había resistido. Mi marido tenía un corazón más grande de lo normal, cosa que ignoraba. El médico nos dijo que igual que había vivido con aquel corazón desde que nació y sin percibir su deformación igual hubiese podido haber seguido viviendo pero la tragedia colectiva la sufrió como nadie y su corazón explotó. Sí. Fueron unos días muy duros los vividos en Francia bajo el avance de la ocupación alemana. El gobierno francés nos instaló en una casa de campo requisada. Cuando la propietaria, nuera del señor Alfred Nobel, se despidió de nosotros tan pronto nos recibió mi marido le preguntó a dónde iba a instalarse y ella le respondió que en el cuarto de servicio, porque siempre que el gobierno le requisaba la casa ella se tenía que trasladar a la dependencia anexa a la casa de los señores. Mi marido le dijo que no, que se quedaría en su casa porque aunque se sentía enfermo de gravedad seguía siendo un caballero que no podía consentir instalarse por la fuerza en una casa forzando a su propietaria a instalarse en el cuarto de servicio. La mujer, que nos había recibido de uñas, cosa que se comprende, cambió de actitud. Pasó a ser amable, accedió a quedarse en la casa y nos ofreció su habitación pero mi marido no aceptó y nos instalamos en las golfas. A las cuarenta y ocho horas nos tuvimos que ir porque los alemanes se aproximaban y me horrorizaba la idea de que estando enfermo como estaba cayese en sus manos. Prefería verle morir en la carretera. ¡Cómo lloraba la propietaria de la casa en el momento en el que cargábamos en el coche nuestro equipaje! En solo dos días nos había cogido un gran afecto. Nos siguió hasta Montauban para ver cómo se instalaba mi marido, que sufrió un derrame cerebral justo cuando, por orden del general Cárdenas, presidente de México, su embajador llegó con órdenes de trasladarnos de inmediato a la embajada en París para desde allí y bajo protección diplomática, viajar a México. Mi marido se negó. Se estaba muriendo, pero se negó. Le dijo al embajador que no, que de ninguna manera, que nunca se refugiaría en la embajada de México. “A la gente internada en los campos de concentración ¿quién las saca?”, preguntaba. Todo en él seguía girando y girando alrededor del sufrimiento de los demás. Caminaba por el pasillo del hotel y al preguntarle “¿dónde vas, Manuel?”, respondía que iba a hacer gestiones para salvar a mucha gente, hasta que la pared al final del pasillo le impedía seguir avanzando y entonces se desesperaba y decía que le había tapiado el camino para impedirle llegar a tiempo. Sí. Esa fue su obsesión hasta el último momento, incluso cuando ya la cabeza no le funcionaba: salvar gente.

-¿Fue en esos días cuando su hermano Cipriano fue arrestado por la Gestapo y desapareció el archivo familiar del que no se volvió a tener noticias hasta pasado medio siglo?

-Exacto. En Retrato de un desconocido mi hermano cuenta que detrás del coche en el que le llevaban detenido circulaba otro automóvil con el archivo. A lo largo de los años tan pronto me decían que el archivo estaba en un sitio como que estaba en otro. Al final resultó que estaba olvidado en el sótano de un ministerio. Con el paso del tiempo perseguimos más la pista de las páginas finales de sus memorias que el destino del archivo porque las memorias, conforme yo las publiqué, y así lo hizo constar la editorial, eran incompletas.

-A don Manuel, ¿por qué se le calumnió tanto?

-Pus no lo sé. Pero fue una campaña terrible. Por eso mi hermano decía lo del retrato de un desconocido.

-¿Por qué la derecha española ha especulado tanto sobre si su marido se confesó antes de morir?

-Pues tampoco lo sé. Sí puedo decirle que no se confesó. El obispo que nos visitó poco antes de morir mi marido vino como amigo, no como obispo. Nos conocimos porque al saber de la pena de muerte impuesta a mi hermano me volví loca mandando cartas a todo el mundo. Tanto a los amigos como a los enemigos de guerra, y lo digo porque nunca he tenido enemigos personales, nunca me he sentido enemiga de este o del otro. El obispo me ayudó en una discreta gestión cerca del Vaticano. A uno de los que escribí fue a Joaquín Calvo Sotelo, al que conocía mucho de los tiempos en que los dos éramos jóvenes en el Madrid feliz, o cuando menos aparentemente feliz para muchos de nosotros. Un amigo me preguntó: “Señora, ¿pero por qué manda usted esa carta? ¿Cree usted que un Calvo Sotelo le va a hacer caso?”. Y yo le respondí que creía que sí porque me acordaba de cómo era Joaquín de joven y suponía que seguía siendo igual. No erré. Efectivamente, cuando una vez liberado mi hermano volvimos a encontrarnos me explicó que Joaquín Calvo Sotelo se había movido mucho, primero para que conmutasen la pena de muerte y después para que le pusieran en libertad**

-Volviendo a lo que le decía sobre las visitas del obispo…

-A la primera visita le invité yo. Luego, ya vino a vernos por propia iniciativa. Le escribí a mi hermano preguntándole si había hecho bien invitando a un obispo a conversar con Manuel y mi hermano me respondió de forma telegráfica: “Hiciste bien, María”. Paz, piedad y perdón. ¿Recuerda esas palabras, las que como antes le expliqué me emocionaron al escucharlas? Yo he vivido toda mi vida, desde la muerte de mi marido, con esas tres palabras en mi corazón. Era su gran sueño. Paz, piedad y perdón. Su sueño frustrado. Cuando Benavente y otras personas con miedo a que los incontrolados les pudieran matar ingresaron voluntariamente en la cárcel para estar a salvo ocurrió la tragedia ya sabida: un grupo de incontrolados asaltaron la cárcel y mataron a muchos de los internos. No fue una cosa instigada por el gobierno, como se ha dicho. Fue un acto de barbarie, propia de la desesperación que trae consigo toda guerra, máxime si esta es civil, entre hermanos. Ese día mi marido quiso dimitir. Mi hermano, no sabiendo que hacer para disuadirle, fue a hablar con Ángel Osorio, buen abogado, ministro con Alfonso XIII, monárquico sin rey durante la dictadura y con el tiempo amigo nuestro tras recibir a mi marido con un poco de prevención. Mi hermano quería que Osorio hiciese ver a mi marido que su dimisión en aquel momento crítico sería una catástrofe. Una las cosas que le dijo Osorio fue que conocía a un juez que odiaba a Manuel por lo que había pasado con los presos asesinados en la cárcel. “Le ve a usted como una fiera sanguinaria y resulta que usted quiere dimitir precisamente por el horror que ha sentido ante ese hecho vandálico, terrible. Es por ese juez que a usted le odia sin motivo por lo que le pido que no dimita”.

-¿Cómo ha transcurrido su vida en México?

-Muy bien. Tranquila, contenta. Los chicos de la familia crecieron, estudiaron y se hicieron mexicanos. Los mayores no. Los mayores no renunciamos a la nacionalidad española. Nunca renunciaré. Ahora, ya anciana, llevo una vida sosegada. Con la familia, con los amigos, con la gente que me quiere y a la que quiero. No salgo tanto como antes pero si he de ir a algún sitio, voy. Lo que ya no hago es andar sola por la calle. Me aterra, como a todo el mundo, el tráfico y la delincuencia. Las dos cosas son terribles, espantosas en Ciudad de México. Nadie sabe cómo resolver esos dos problemas. En un principio, el exilio fue duro pero al haber sufrido tanto antes de llegar aquí se hizo más pasajera la nostalgia. A llegar no teníamos dinero y a mí me dio por comprar muebles viejos en el mercado de La Lagunilla. Me divertí mucho y por 50 pesos compré muebles de caoba y así fue como poco a poco amueblé la casa. Me ayudó el hecho de que desde hacía años tenía buenos amigos en el país.

-La gente del exilio ¿tuvo conciencia de que este iba a ser definitivo o tenía esperanzas de que Franco cayese?

-Siempre mantuvimos viva la ilusión de poder volver.

-¿Cuándo toman conciencia de que el regreso va para largo?

-A poco de finalizar la guerra mundial y empezar la guerra fría. Los exilados en México fuimos conscientes de que a Franco iba a salvarle su anticomunismo. Para Estados Unidos eso pesaba más que el hecho de que fuese un dictador.

-Hoy, ¿qué es España para usted?

-Una cosa muy mía a la que nunca podré regresar porque no puede volver a Madrid sin él. Estoy segura de que mi corazón no lo resistiría. ¿Se imagina lo que fue una persona como Manuel, hasta el último momento de su vida pensando en los campos de concentración y en lo mucho que allí sufrían miles y miles de españoles por el solo hecho de haber perdido la guerra y que yo ahora, a mi vejez, vuelva a España como turista?. No. No lo haré. No puedo hacerlo. Moriré sin volver.

Murió dos años después de concederme esta entrevista.

*José Maria Gil Robles fue el líder de la CEDA en los años de la guerra civil y hombre de los terratenientes del sur. Durante los años del franquismo pasó a una oposición que le llevó a participar en lo que el régimen definió como “contubernio de Munich”, reunión de opositores españoles en la ciudad alemana. Tras la reunión no pudo regresar a España por el riesgo de ser detenido y fue reclutado por el empresario y financiero Julio Muñoz Ramonet como delegado de sus negocios en Italia, tabajo que le causó muchos problemas judiciales debido a las ilegalidades cometidas por Muñoz Ramonet. El autor el entrevistó en 1975. Como abogado, había llevado Redondela y Matesa, que ya es llevar. Me dijo que recordaba muchas veces una frase de Silvela: “En España todo es posible y nada es probable”. Me negó que estuviese implicado en el alzamiento del 36. “Tanto lo ignoraba que me cogió paseando en San Sebastián por la Avenida”, dijo. En las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco se presentó junto a Joaquín Ruiz Jiménez con un partido de corte democratacristiano. No obtuvieron ningún diputado.

** En opinión del que fue presidente de la Generalitat de Cataluña, Josep Tarradellas, el único líder republicano que le merecía un juicio enteramente positivo era Juan Negrín: “Murió amargado pero fue un hombre extraordinario que sabía una gran cantidad de cosas. Un hombre de una pieza, con todos sus defectos. Azaña era un hombre muy culto, pero para ejercer la política le faltaba valor personal. Prieto era otra cosa. Era un hombre que estaba hablando contigo y de pronto te decía ‘por cierto, el otro día me vino a la memoria el hijo de un pastelero de Málaga, en la calle tal, que el año 1923…’. Prieto tenía una memoria fantástica y conocía a media España”. (Conversación del autor con Josep Tarradellas en su exilio de Sant Martin-le Beau, dos años antes de su regreso a Cataluña).

Mariano Ansó, fallecido en Biarritz en agosto de 1981, fue el último ministro de Justicia de la Republica y el hombre que sin regresar del exilio y manteniendo incólumes sus ideales republicanos y su antifascismo viajó a Madrid para cumplimentar la voluntad de Juan Negrín, último primer ministro republicano: entregar al gobierno de Franco la documentación sobre el oro español depositado en la Unión Soviética. El autor conversó largamente con Ansó. De baja estatura, pulcro en el vestir y utilizando palabras inhabituales en el curso de una conversación como floripondio, orto, o mixtura, Ansó fue uno de los españoles que mejor conoció las personalidad de Azaña y de Negrín y las tensas relaciones entre ambos: Manuel Azaña: “Fue un gran ideólogo, gran español y creo que buen gobernante dentro de lo que le dejaron hacer. La lucha que llevó a cabo aquel espíritu verdaderamente selecto fue tremenda. Los enemigos de la República, que eran muchísimos, se dieron cuenta de que el sostén, el pivote de la misma era don Manuel Azaña y emprendieron contra él una gran ofensiva utilizando toda clase de procedimientos. Fue una ofensiva soez, insultante y amenazadora, que amargó la vida de don Manuel. Obró generosamente con el ejército sin lograr otra cosa que la sublevación y, antes, afirmaciones estereotipadas del tipo de la que afirmaba que con sus reformas quería triturarlo. Sufrió lo indecible y al final se le acabó rompiendo el corazón después de que se le aflojaran las clavijas intelectuales y morales que le habían sostenido con tanto rigor”. Juan Negrín: “Le conocí muy bien. Éramos amigos desde mucho antes de los avatares del gobierno republicano. Era un hombre de extraordinario talento del que poca gente sabía que estudió toda su carrera en Alemania. Como científico creó una escuela y Severo Ochoa fue uno de sus discípulos. Militó en el socialismo y colaboró con Indalecio Prieto hasta que los dos se separaron por voluntad de este último, ya que don Juan Negrín siempre intentó superar las diferencias que pudieran alejarles. Como persona, le definiría como un hombre de extraordinaria finura espiritual y al mismo tiempo con un corazón y un valor personal que fueron los que le sostuvieron a lo largo de aquellos años de lucha. Era un hombre poderoso, fuerte, con buen apetito. No le vi nunca tomarse las aspirinas a tubos, como usted dice, pero sí le vi siempre asimilar los libros a tomos. No era un hombre de guerra y sí lo era de paz. De una paz que deseó tan ardientemente como cualquier otro. La víspera de su muerte cenamos en un restaurante de París ultimando detalles referentes a la documentación del oro español en Moscú. Cuando recibí al día siguiente una llamada telefónica y acudí rápidamente a su casa ya le encontré muerto, todavía tibio el cadáver”. Azaña y Negrín acabaron no entendiéndose. Hubo entre ellos una lucha realmente patética. Eran dos grandes españoles que entendían las cosas de modo distinto. Probablemente, Azaña esperaba de Negrín lo que éste no podía darle: Negrín no estaba dispuesto a capitular y quizá por eso las diferencias entre ambos fueron al final insalvables”.

*** Las personalidades de Jaume Carner y Manuel Azaña se volvieron a encontrar por causalidad encima de la mesa de un despacho, poco después de terminar la guerra civil, cuando la policía se presentó en el domicilio de María Carner para tomarle declaración a fin de depurarla por responsabilidades políticas. La acusación, ser hija de un ex ministro de la República. Mientras prestaba declaración, María Carner (madre de quién al paso de los años sería el dirigente socialista Joan Reventós) se iba apoyando, ora la mano derecha, ora la mano izquierda, sobre el grueso tomo que estaba encima de la mesa del despacho: no quería que el policía que la interrogaba viera que su esposo estaba leyendo un libro que recogía ensayos de Manuel Azaña. (Testimonio al autor de María Victoria Reventós, hija de Maria Carner) Mucho antes de que María Carner tuviese que ocultar la tapa de un libro, la enfermera que había asistido a Jaume Carner en el momento de su muerte recordaba que cuando Manuel Azaña se acercó al cadáver musitó con voz emocionada: “Pobre Jaime”. Y unos años después, Josep Tarradellas le explicó al autor que Jaume Carner había sido el político que más le había impresionado: “Hablaba un castellano fatal, el peor castellano que yo he escuchado jamás, pero cuando en las Cortes se anunciaba que iba a hablar los pasillos se quedaban vacíos y los diputados ocupaban sus escaños para escucharle porque lo que decía siempre era fantástico aunque lo pronunciase mal”. De Jaume Carner es la frase “o la República termina con Juan March o Juan March terminará con la República”.

**El dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo escribió mediada la década de los años 50 una obra, La Muralla, que provocó una gran polémica por afrontar, aunque de forma tímida, el tema de la reconciliación entre las dos Españas. Los Calvo Sotelo son una familia que cubre un amplio espectro socio político y económico del país. Las dos España a partir del mismo tronco familiar. Según el árbol genealógico esbozado al autor por Carlota Bustelo, una hermana de su padre matrimonió con un hermano del llamado protomartir. El matrimonio tuvo dos hijos, Mari Luz Calvo Sotelo, casada con el ministro socialista Fernando Morán, y Leopoldo Calvo Sotelo, ex presidente del gobierno, casado con una hija de Ibáñez Martín, ministro con Franco. Los Calvo Sotelo siempre mantuvieron buenas relaciones con los Bustelo, familia emparentada con los Entrecanales, de Entrecanales y Tavora, relacionados con los Azcárate, una de cuyas hijas estuvo casada con Mariano Rubio antes de que éste matrimoniase con Carmen Posadas. Leopoldo Calvo Sotelo tuvo que acudir más de una vez en ayuda de los primos Bustelo implicados en la clandestina resistencia antifranquista (de la que formó parte Mariano Rubio en sus años jóvenes). José Ramón Bustelo se casó con la hija de un exilado; Francisco Bustelo fue diputado por el PSOE y se casó con la hija de Emilio Giménez Orbaneja, ex director del Banco Urquijo que a través de Juan Lladó mantuvo una línea liberal; Carlota Bustelo también fue diputada socialista y se casó con Juan Manuel Kindelán, economista del PSOE y nieto del general franquista del mismo apellido; Carlos Bustelo, subsecretario de Comercio con UCD, se casó con una hija del editor Tortella, hermano de Jaime Tortella, casado con una hija del comunista Manolo Azcárate. “La familia lo cubre todo”, le comentó el autor a Carlota Bustelo. “Todo”, respondió ella riendo.