Josefina Manresa y Miguel Hernández

Actualizado:


La viuda del poeta vivía en Elche. El piso era pequeño y estaba amueblado con sencillez: un salón de reducidas dimensiones en el que había un tresillo de escay, una mesa, un par de sillas, dibujos de Miguel Hernández y unas cortinas tamizando la luz exterior del soleado y luminoso día de verano.

Josefina Manresa, vestida de negro, como si quisiera exteriorizar el luto que llevó por dentro a lo largo de su vida, andaba mal de la vista. Un problema que le venía de lejos. Tras pasar por clínicas y consultorios de muchos oftalmólogos sabía de retinas y cataratas, de glóbulo oculares y de presiones sanguíneas tanto o más que cualquier especialista. Reacia a las entrevistas, rara vez se abrió a las confidencias de los periodistas. Durante muchos años su único confidente fue Vicente Aleixandre. Tras el fallecimiento del poeta y la muerte de su único hijo, Josefina se sumió todavía más, si ello era posible, en el aislamiento. Estaba cansada, se quejaba, de que los pocos periodistas con los que decidió hablar le formulasen siempre la mima pregunta:

-¿Siente usted rencor por lo que le hicieron a su marido? Sirvió un café.

-No se pude vivir toda una vida con el rencor creciendo en tu interior como una hiedra –dijo sirviendo el azúcar.

Añadió: -Una cosa es olvidar y otra muy distinta alimentar en tu interior la amargura del rencor. No. Yo no siento rencor pero no h olvidado. Son cosas distintas.

La fui a ver cuándo el Banco Exterior, presidido por Francisco Fernández Ordoñez, reconstruyó la casa natal de Miguel Hernández en Orihuela. Josefina debía aportar a la casa museo el material inédito que amorosamente había guardado con pudor, a lo largo de varias décadas, en el interior de un baúl cuyo contenido poca gente había vito a lo largo de los años. Le convenció Fernández Ordoñez, ex ministro de Hacienda y de Justicia con UCD y de Asuntos Exteriores con el PSOE. Tras ver el contenido del baúl, Fernández Ordoñez, Paco para los amigos, me dijo:

-Contiene material muy bueno.1

Estaba ilusionado con poder reconstruir parte el mundo poético de Miguel Hernández, material que la guerra fratricida ocultó, primero al sesgar la vida del poeta y, más tarde, ocultar su obra y su memoria. Aquella mañana de verano, tomando café junto a Josefina, le explique que la primavera el 2002 el Imperial War Museum de Londres dedicó un exposición a la guerra civil española. Bajo la luz mórbida de una de las salas de la exposición el museo más antibélico del mundo exhibió en sus vitrinas objetos, catas, fotos, libros de gentes leales a la República y de mujeres y hombres afectos al levantamiento de Franco. Allí estaba la vieja Underwwod con la que Miguel Hernández escribía sus poemas y el sobe que se intuía escrito con una fina plumilla mojada en tintero de cristal: Josefina Manresa, Santa Teeres 15, Alicante. Remitente: Miguel Hernández, Prisión Provincial. Celda 23. Palencia.

-El sobre debía contener una carta. ¿Estaba en el baúl? –le pregunté a Josefina.

-Es posible –respondió sonriendo.

A lo largo de la mañana se fue explayando tras arrancarme la promesa (no le fue difícil) de que nunca escribiría nada de lo que me contaba. Ni siquiera cuando ella hubiese muerto y cumplo esa promesa. Solo decir que sus palabras fueron dolidas, entrañables y lúcidas confidencias de mujer.

-No soy nadie para conceder entrevistas. Soy simplemente una mujer muy tímida y sencilla de la que Miguel e enamoró siendo yo puy joven por entonces –dijo sirviendo más café. Seguía siendo tímida mientras recordaba lo años de la posguerra como tiempo de penuria económica y de profunda soledad. Pocas vece, explicó, con tono de voz en el que había un pálpito de nostalgia y de emoción, había vuelto a pasear por los senderos y los paisajes que recorrió cogida de la mano del peta quela enamoró. La noche anterior a nuestra conversación Televisión Española había emitido una larga entrevista en catalán con Mercé Rodoreda, que acababa de morir. Josefina la había visto y le había gustado mucho.2

-Usted salía…- dijo dirigiéndose a Mercé Vilaret.

-Soy la que hizo el programa.

-Vaya… Felicidades. Sí. Me gustó mucho como hablaba Rodoreda. Me gustó el mundo que expresaba. Me interesó todo lo que decía. Debió ser una escritora y una mujer interesante. Estoy abierta a la cultura aunque sea en una lengua que no es la mía.

Josefina fue una mujer que sufrió mucho hasta el final de su vida. Ya había envejecido cuando murió su único hijo de un ataque al corazón y aquella muerte le abatió.

Cundo Mercé y yo estuvimos con ella estuve con ella ya apenas salía de casa. .Nos explicó que la última vez que había salido de casa fue para ver la nueva estación de autobuses.

-¿Le gustó? – le pregunté.

-Está bien, es bonita –dijo a modo de resumen de su último paseo.3

  1. Francisco Fernández Ordoñez 

  2. El escritor y periodista Enrique Cerdán Tato me conto el final de Josefina: “Le abatió que cuando se abrió el nicho en el que reposaban lo restos de Miguel para que padre e hijo reposaran juntos hubo gente que intentó llevarse como recuerdo huesos del poeta. Josefina les imprecó. Les persiguió. Lloró. Luego, volvió a la soledad de su piso y ya se dejó ver poco”. 

  3. Buero Vallejo me contó la historia de un retrato en el pequeño salón dominado por un gran cuadro de Viola colgado de la pared tras el sofá, tres butacas y la mesita de centro. En las paredes laterales colgaban dos pequeños Miró, Luca y una tarjeta postal que mostraba a un hombre sentado ante un escritorio dando la espalda a una puerta a través de la cual se divisaba un jardín iluminado por el sol.-Esa postal está ahí porque siempre le gustó mucho a mi padre, que tal vea soñó en poder sentarse ante un escritorio como ese –me diría Buero. Justo a la postal, la reproducción de un retrato que el autor de Historia de una escalera hizo a Miguel Hernández en una cajetilla d tabaco. Buero cogió entre sus manos el retrato y leyó la dedicatoria: “Para Miguel Hernández, en recuerdo de nuestra amistad en la cárcel. Antonio Buero Vallejo, 25-1XL”.