Hortensia Brusi y Salvador Allende

Actualizado:


Según Hortensia Brusi el 11 de septiembre de 1973 el mundo se conmovió con la muerte de Salvador Allende, el ametrallamiento de la población civil, la detención, tortura y muerte de miles de chilenos en las horas y días que siguieron al golpe de estado, el brutal bombardeo del palacio de La Moneda y el hecho de que se derrocó por la fuerza un gobierno democrático. Todas esas circunstancias llevaron al mundo a conmoverse ante el golpe militar y a expresar de forma generosa la solidaridad con las víctimas, me dijo Hortensia Brusi viuda de Salvador Allende.

-¿Dónde estaba usted aquel 11 de septiembre?

-En Tomás Moro. Nuestra residencia.

Y a partir de ese momento de la conversación, Hortensia Brusi, conocida como Tencha, un rostro del que la edad no había borrado los rastros de lo que en su juventud y madurez tuvo de belleza, retomó el hilo de sus recuerdos.

Los días del pre-golpe

“A finales de agosto viajé a México con ayuda solidaria para paliar las consecuencias de una catástrofe. Regresé a Chile el domingo 9 de septiembre, como a las cuatro o las cinco de la tarde, con la menor de mis hijas, Isabel. Salvador nos esperaba en el aeropuerto. Oí gritos que me parecieron eran insultos y percibí un ambiente tenso. También a él le noté tenso. El domingo por la tarde Salvador mantuvo una larga conversación con su hermana Laura, a la que estaba muy unido. Yo fui a casa de mi hija Beatriz para saber más detalles. Le dije que lo había encontrado tenso y Beatriz me explicó que estábamos viviendo un pre-golpe. “No hay nada que hacer”, me dijo. No se podía evitar. Era una conspiración en la que se habían unido la derecha, las fuerzas armadas y las maniobras de la CIA porque Estados Unidos no toleraba la nacionalización del cobre y que el gobierno de la Unidad Popular tuviese un componente marxista. Todo eso creó un clima especial en el país. Se hablaba de la inminencia del golpe pero nadie sabía cuándo se iba a producir. El día 10, lunes, trabajé como siempre en La Moneda. Por la tarde se celebró una conferencia de prensa y me llamó la atención la cantidad de periodistas que asistían. No era habitual que asistiesen tantos. Formularon muchas preguntas pero las respuestas de Salvador ya no se publicaron. Por la noche nos reunimos en nuestra residencia en Tomás Moro. Le pedí a mi hija Isabel que cenase con nosotros para explicarle a Salvador el balance de nuestro viaje a México. Él nos había encargado le comprásemos unas chaquetas de sport. A él siempre le gustó vestir bien. Cuando se las entregamos las encontró de buen gusto, se las probó, le quedaban perfectas, se miró en el espejo del baño y dijo una frase que nunca olvidaré: “A ver si estos me dejan usarlas”. Sorprendida por esa frase le pregunté si tan mal estaban las cosas. Aunque ya lo sabía por la conversación mantenida con Beatriz nunca creí que todo se precipitase de forma tan inminente. Salvador no respondió a esa pregunta. Me miró y me dijo: “Vamos a cenar, vamos a cenar….”. En la cena estaban también Orlando Letelier, que sería el último ministro de Asuntos Exteriores; Carlos Briones, ministro de Interior; el sociólogo Juan Garcés y Augusto Olivares, jefe de prensa de La Moneda. Salvador permaneció mentalmente ausente durante la cena. Como muy preocupado. Pensaba y pensaba, apoyado sobre sus codos. De repente dio un golpe en la mesa y dijo: “Ya está. Me he decidido. Convocaré un plebiscito y que sea el pueblo quién decida si quiere que me vaya o me quede”. Y dirigiéndose a sus colaboradores les dijo: “Cuando acabe la cena pasen ustedes por mi escritorio para discutir lo que debo decir por radio y televisión”. En el curso de aquella cena sonó muchas veces el teléfono. Eran llamadas de distintas personas, unas anónimas y otras identificándose, que llamaban para explicar que por las calles pasaban tropas y carruajes. El 18 de septiembre es fiesta nacional en Chile. Se celebra su independencia y el 19 existe la tradición de celebrar una gran parada militar. Cuando el ministro de Defensa telefoneó a diferentes comandantes para interesarse por los movimientos de las tropas le respondieron que se estaban preparando para el gran ensayo en el parque Hill, lugar en el que siempre se celebraba la parada. Las respuestas no nos tranquilizaron. Seguían telefoneando ciudadanos muy alarmados. Demasiadas tropas y carruajes para un simple ensayo de parada militar. Esa noche vivimos en casa un clima muy tenso sin saber que iba a ser la última que pasábamos juntos. Esperé en el salón hasta muy tarde. Olivares y Garcés fueron los últimos en dejar la casa. Traté de sonsacarle algo a Salvador pero estaba muy hermético y paseaba nervioso sin decir nada. Yo estaba muy cansada tras el viaje y me fui a la cama sobre la una y media de la madrugada. No me desperté hasta que Salvador me llamó por teléfono. Miré el reloj. Eran exactamente las 7,45. Mi sueño había sido profundo. No había oído nada. Salvador me dijo. “Te hablo desde La Moneda. Ha habido un golpe. Valparaíso está tomada por golpistas”. Añadió: “La situación es crítica pero no desesperada; te pido que llames a nuestras hijas y vayan a reunirse contigo en Tomás Moro”. Yo le pregunté: “¿Tú crees que eso es lo más seguro?”. “Sí”, me respondió. “Que vayan con los niños. Yo resistiré. Creo que todavía puedo contar con la lealtad de los carabineros y de sectores de la aviación”. En esa hipotética lealtad se basaba su confianza al decir que la situación era, en palabras textuales, crítica pero no desesperada. Ya no volví a hablar con mi marido”.

El golpe

“En Valparaíso, en la costa del Pacífico, las armadas de Estados Unidos, Perú y Chile y quizá también Ecuador llevaban a cabo esos días operaciones conjuntas. Los barcos chilenos se hicieron a la mar como simulacro de la operación naval pero al amanecer estaban de vuelta y los marinos tomaron Valparaíso militarmente, cortando el camino hacia Santiago. En el curso de la mañana traté inútilmente de comunicarme con Salvador en La Moneda. Cada vez que llamaba me decían que estaba reunido. Incluso me comuniqué con el subsecretario de Interior, Daniel Vergara, colaborador leal, que me dijo: “El presidente no se puede poner al teléfono. Está hablando en el gran comedor con los que le acompañan. Lo siento, pero no le puedo interrumpir”. Le pregunté que estaba diciendo Salvador y Vergara me explicó que estaba pidiendo que las mujeres, nueve, contando a Isabel y a Beatriz, y todo aquel que no supiera manejar un arma debía abandonar La Moneda porque Salvador no quería el sacrificio de nadie. Luego supe que también le había pedido a Garcés que se marchase porque, le dijo, alguien tenía que escribir la historia de lo que había pasado. “Alguien debe contarlo y ese alguien eres tú”, le dijo. Al poco de acabar esa reunión los militares sublevados hicieron llegar a mi marido un comunicado anunciándole que a las 11 iba a empezar el bombardeo de La Moneda. Mis hijas me contarían después que una de las cosas que más había amargado a Salvador fue que los sublevados le dijesen que también iban a bombardear la residencia privada de Tomás Moro. “Ustedes deben estar con su madre”, ordenó a Isabel y a Beatriz, embarazada de siete meses, cuando las dos le dijeron que querían quedarse con él hasta el final. “He pedido a los sublevados un vehículo para que salgan protegidas”, añadió Salvador. Beatriz, que era muy lógica, muy racional, le respondió: “Pero papá: ¿todavía crees en la palabra de estos militares?”. Beatriz acertó. El vehículo no llegó nunca y ellas tuvieron que abandonar La Moneda a pie, corriendo y bajo las balas y el bombardeo. La despedida fue trágica. Salvador las sacó a empujones, sosteniendo un arma en las manos. Ellas lloraban, conscientes que le veían vivo por última vez. Con Salvador se quedó un reducido grupo de leales, no más de cuarenta personas, que murieron con él. Yo, mientras tanto, seguía insistiendo con el teléfono. Llamé a varios comandantes en jefe con los que nos había unido una buena amistad pero ninguno de ellos se puso al aparato. Tomé conciencia de que se iba a hacer realidad la frase que había escuchado en boca de Salvador: “No saldré vivo de La Moneda. Me tendrán que sacar en un ataúd”. Yo busqué refugio en el domicilio de un matrimonio amigo”.

El exilio

“En aquella casa me explicaron que la gente que había sido fiel a la Unidad Popular estaba aterrorizada ante la magnitud de la represión. La Democracia Cristiana de Eduardo Freí había bendecido el golpe de Estado porque en principio no imaginó que iba a ser tan cruento. Sólo Tómic se mostró crítico y trató, en la medida de sus posibilidades, de ayudar a los perseguidos. El embajador de México vino a buscarme a la casa en la que me había refugiado. Me pidió que abandonase el país. “No me voy”, le respondí. Me preguntó qué pensaba hacer. “Ir a vivir a la que fue nuestra casa antes de que Salvador fuese presidente”, le respondí. Me dijo: “Está usted loca. Si va a esa casa la balearán más pronto o más tarde y nunca se sabrá quién la baleó. Oficialmente será un asesino anónimo y la autoría del crimen no se resolverá nunca”. Me dio otro argumento de peso para tratar de convencerme de que debía abandonar el país: “Sus hijas y nietos ya están en la embajada y el presidente Echevarría ha enviado un avión para llevarlas a México”. Me fui en su coche antes de que oscureciese y entrase en vigor el toque de queda y llegué a México el día 16, con el país celebrando su fiesta nacional. Los militares no me dejaron sacar nada de Chile. Ni un solo objeto personal. Llegué a México sólo con lo puesto. En el aeropuerto esperaban al avión el presidente Echevarría, altos cargos del gobierno y periodistas. El embajador de la Unidad Popular subió al avión para darme la bienvenida y decirme que me esperaba una conferencia de prensa. “¿Pero no ve usted como vengo?”, le dije. Con el pelo alborotado, el rostro demacrado y un vestido amarillo cuando en México el vestido de duelo es negro riguroso. Así que cuando aparecí en la escalerilla del avión vestida de amarillo percibí un ¡aaaah…! de estupefacción por parte de los que me esperaban y ante la imposibilidad de explicar que iba de amarillo porque no tenía otro vestido que ponerme tuve deseos de volver a ocultarme en el interior del avión. Las tres mujeres que íbamos en aquel avión lo habíamos pasado muy mal y todavía sufriríamos mucho en años venideros pero Beatriz fue la que lo llevó peor. Era fría, racional, pero al mismo tiempo amaba mucho a su padre. Siempre estuvo muy unida a él. Estudió Medicina y fue la hija predilecta de Salvador. Beatriz nunca asumió su salida de La Moneda. Siempre consideró que traicionó a su padre al abandonarle. Eso y otras muchas circunstancias la llevaron al suicidio. Siempre me quedará el peso de no haber estado más con ella en su exilio en Cuba, donde Beatriz se encontró muy sola. Pero el exilio es eso: soledad. Años y años pensando en lo que ocurrió aquel 11 de septiembre, soñando en lo que debe ocurrir para que puedas volver. ¿Sabe que la vida ha sido implacable conmigo? El 73, la muerte de Salvador. El 77, el suicidio de Beatriz. El 81, el suicidio en La Habana de mí cuñada Laura, aquejada de cáncer pero también de la enfermedad de los recuerdos y el exilio. Nada de eso me ha dejado amargura. Dolor, sí. Mucho dolor”.

Recordando los años felices

“Salvador y yo nos conocimos por casualidad. Fue como un cuento. Una noche de 1939 fui al cine con un matrimonio amigo. He olvidado la película que fuimos a ver pero no he olvidado que a media proyección el cine se vio sacudido por un temblor y todos dejamos nuestras butacas y salimos despavoridos a la calle donde nos encontramos con gente tan despavorida como nosotros. Un terremoto acababa de sacudir Chile. Uno de los que andaba por la calle con el rostro demudado era un joven ministro de Salud al que conocía la pareja que me acompañaba. Me lo presentaron. Se llamaba Salvador Allende. No era guapo ni buen mozo pero tenía una personalidad atrayente. Nos sentamos a tomar un refresco en un café cercano… En principio la conversación versó sobre el terremoto. Que si el epicentro debe de localizarse en tal sitio, que debe estar en tal otro, de intensidad tal, de intensidad cual… Salvador explicó que cuando se produjo el temblor estaba en un viejo templo masónico de las cercanías del que salió corriendo porque no quería morir como una rata, aplastado entre los cascotes. Le pregunté cómo podía ser masón una persona joven como él. Me elogió a la masonería. “Pero bueno, que cosas tengo que oír, masón a estas alturas de la historia”, insistí yo, reconociendo que la masonería cumplió un papel en los años de la independencia de Latinoamérica pero que desde entonces ya habían pasado muchos años. Salvador explicó que su abuelo y su padre habían sido masones. Su abuelo era médico. Fue altruista y murió joven, dejando a su viuda y a sus dos hijos en precaria situación económica. Los hermanos masones compraron dos casas: una, para que en ella vivieran la viuda y sus dos hijos; otra, para que la alquilaran y de la renta pudieran vivir. Al oír la historia comprendí que más que por convicción Salvador era masón por agradecimiento. Cuando le critiqué que fuese masón y socialista no aceptó que se mezclasen ambas cosas. Era una cuestión personal. Discutimos, a los seis meses nos casamos y enseguida llegaron las hijas. Yo trabajaba como bibliotecaria en el servicio de estadística. Era y he seguido siendo una mujer con ideología de izquierda pero no he militado, nunca, en un partido político. Salvador me lo reprochaba con ironía siempre que yo trataba de defenderle cuando le criticaban desde su propio partido. “No opine usted porque no es socialista con carné. Cuando lo tenga tendrá derecho a opinar”. No recuerdo cómo me pidió que me casara con él pero sí recuerdo que él siempre decía que le habían conquistado mis ojos. “Los ojos de Techa…”, contaba a todo el mundo. Amaba la vida. Mucho. Con intensidad. Lo vivía todo intensamente. Admiraba mucho a las mujeres. Era un gran amador. Quería mucho a su madre, a su hermana, a sus hijas, a sus amigos. Era el consultor que resolvía los problemas. Siempre acudían a él. Fue un hombre al que, como a tantos chilenos, marcó para siempre la guerra civil española pese a que era algo lejano. Salvador siempre tuvo presente esa guerra, que con los años pudo revivir de primera mano en nuestro país a través de los dolorosos testimonios de mucho exilados. Estaba dotado de gran sentido del humor. Le gustaba mucho reír, disfrazarse. Sí… Tenía un gran sentido del humor pero también era implacable si alguien le mentía o engañaba. No lo podía soportar. Prefería que una persona le dijese me he equivocado, he cometido un error a que tratase de ocultarlo. De él me gustaba mucho la honestidad, el diálogo tan fácil que tenía con la gente del pueblo. Sabía llegar a lo más profundo del alma y además siempre fue pedagógico, siempre trató de enseñar. Sentía un profundo amor por las mujeres del pueblo pero siempre decía que después de haber hecho tanto por ellas acababan derrotándole a la hora de votar, y eso sucedía porque en el tiempo del que le hablo la mayoría de mujeres del pueblo, sencillas, votaban de acuerdo con el voto del marido y al marido la derecha siempre le acababa de meter el miedo en el cuerpo. Recuerdo una campaña de la derecha tratando de llevar el terror a los hogares de las mujeres sencillas haciendo correr la historia de que el gobierno de la Unidad Popular iba a quitar los hijos a sus padres para mandarlos a Cuba y a la Unión Soviética a fin de que allí les educaran en el marxismo y fueron también las mujeres las que empezaron las caceroladas, campaña en la que confluyeron el acaparamiento por parte de las clases sociales que podían comprar, huelgas salvajes de los camioneros y las forzadas limitaciones en la importación de alimentos. Pero usted me preguntaba por el Salvador de nuestros años felices. Siempre le he definido como un buen hijo, un buen padre y un marido regular”.

De leales y traidores

-O sea que la historia entre ustedes dos empezó con un terremoto liviano y acabó con un terremoto terrible…

-Así fue.

-En el primer terremoto su esposo dijo que abandonó la sede de la masonería porque no quería morir en su interior como una rata. En el segundo terremoto, le telefoneó desde La Moneda para decirle que iba a morir allí, bajo los cascotes y las bombas.

-Sintió el peso de la responsabilidad. Con su heroísmo quiso llamar la atención del mundo hacia la brutalidad de una traición.

-Hablemos de traidores y leales.

-¡Si hubiese visto usted las fotos de los militares que dieron el golpe saludando militarmente a Salvador, cediéndole el paso, conversando con él relajados! Pinochet entre ellos, claro. El mayor traidor. Nos lo había recomendado el general Prats. Nos lo definió como un soldado leal y lo avalaba el dato de que en un intento de golpe de estado anterior Pinochet actuó en defensa del gobierno legal. Luego supimos que lo hizo para ganar tiempo, consciente de que aquel primer golpe fallaría, como así fue: el golpe pasó a ser conocido como el tancazo porque al regimiento sublevado sólo se le sumó un tanque. ¡Pobre Prats!

-En México le compró a su esposo dos americanas sport…

-Sí.

-¿Qué se hizo de ellas?

-Se perdieron. Como todo lo que teníamos en Tomás Moro. Cuando se ha perdido al marido, cuando se ha perdido a la familia, cuando se han perdido los amigos, cuando se ha perdido la patria ¿qué importancia tiene haber perdido los álbumes con las fotos familiares?

-¿Qué le queda a usted?

-La esperanza.

En memoria de un general leal

Carlos Prats fue el último general que intentó defender la legalidad constitucional chilena. Se exilió en Buenos Aires disconforme con el golpe de Estado y horrorizado ante la posibilidad de una guerra civil o de una gran represión. Era un militar profundamente preocupado por Chile. Un hombre lúcido que hacía tiempo que intuía el conflicto. Militar a carta cabal, pensaba que el ejército chileno estaba anticuado y debía modernizarse. Con blindados, sobre todo. Cuando el bloqueo económico impuesto a Chile por presión de varias compañías de Estados Unidos impedía todo tipo de créditos, Prats viajó a París para tratar de lograr financiación por medio del gobierno francés. Las negociaciones no cuajaron porque Chile no pudo solucionar la financiación de la deuda externa. Prats era un hombre cortés que se movía con comodidad tanto en los cuarteles como en los salones de la sociedad civil. Había en él, a juicio de los que le conocieron, una gran finura espiritual, un estilo sobrio incluso en las situaciones que suelen estar cargadas de artificio. Duclos, dirigente comunista francés, dijo al regreso de un viaje a Chile que le interesaba Prats porque era un tipo de general con cabeza política y en Francia no veía a ningún general dotado con esa cualidad, elogio de peso teniendo en cuenta que Prats nunca fue comunista. Fue un militar al que la derecha odio profundamente porque era legalista y con unas ideas progresistas que coincidían con algunas de las medidas sociales propugnadas por el gobierno de Allende. Prats era un hombre identificado con las corrientes del reformismo social que, con diversos retrocesos, han imperado en Chile desde 1939 hasta el golpe de estado de 1973. Estaba más preocupado por la seguridad, por la legalidad constitucional que no por la revolución. Quiso un tránsito de Chile hacia nuevas formas de vida sin que se rompiese la normalidad. El general Schneider, primera víctima de la violencia ultraderechista, fue el antecedente del pensamiento de Prats, profesional honesto, hombre honrado triturado por el engranaje implacable de la dura circunstancia histórica que le tocó vivir. Cuando se sumió en silencio, en su exilio en Buenos Aires, Prats asumió el papel de víctima marginal, trágica, de una marea histórica. ¿Por qué se fue de Chile Carlos Prats? ¿Estaba esposado y encañonado cuando por televisión anunció que dejaba Chile? ¿Le proporcionó el general argentino Lanusse su trabajo como gerente en una empresa de neumáticos? ¿Le aconsejó a Salvador Allende, tras el fracaso del primer intento de golpe de Estado, que era el momento de retirar de los mandos a los militares sospechosos de ser sediciosos y Allende no aceptó la sugerencia? Todo son conjeturas sobre el hombre que en sus últimos meses de vida fue un misterio hecho de silencios difíciles de interpretar. De él apenas se supo nada más que la carta remitida a un amigo poco antes de ser asesinado junto a su esposa el 31 de octubre de 1974: “Desde Buenos Aires, totalmente marginado de contactos políticos, observo con dolor el drama de mi patria”. Los militares sublevados le odiaban tanto que decidieron asesinarle pese a su voluntaria marginación. No le perdonaron nunca haber sido leal.

Epílogo coral

Síntesis de conversaciones que en torno a Salvador Allende y su tiempo el autor mantuvo a lo largo de los años con escritores chilenos.

La economía y la ideología.

“Allende representó una causa y la representó de forma tan íntegra que murió por esa causa. Sólo por eso se le ha de respetar. Dicho esto hay que añadir que se equivocó mucho, entre otras cosas porque Allende era un hombre con una ignorancia profunda de la economía. Recuerdo que un economista francés que viajaba a Chile por aquellos años mantuvo una larga conversación con Allende. Al regresar a París nos vimos. Me explicó que le había dicho a Allende que si continuaba con su política económica y alta tasa de inflación iba hacia el desastre completo. Al acabar de exponerle detalladamente sus razonamientos Allende le dijo: ‘¿Por qué a usted le he entendido lo que me ha explicado y a mis economistas no les entiendo nada?’. Qué drama el de la pedantería económica mezclada con la ideología” (Jorge Edwards)

Para que no lo borre el viento

“El golpe de Estado en Chile fue un hachazo que partió mi vida. Sentí que a mí alrededor todo era de cristal. Me vi por primera vez sumergida en la violencia y los peores sentimientos: el odio, el rencor, la traición, la soberbia de los poderosos, su brutalidad… Junto a eso, que creció de pronto, surgieron otros sentimientos, mejores valores: el amor, el coraje, la solidaridad. Y así surgió en mi interior la necesidad del compromiso. Por eso escribí De amor y de sombra. Escribe, me dije, para que no lo borre el viento”. (Isabel Allende)

Perfil de un dictador

“Hay muchos tipos de dictador latinoamericano. En general, y común a todos ellos, es el aparato escénico que les rodea, la liturgia que les separa del hombre, de la masa. Están también los dictadores que consideran al país como una hacienda agrícola de su propiedad. Y están los que conservan la estructura formal de una máscara democrática saliendo elegidos en unas urnas a las que se han presentado ellos solos. Están los hombres fuertes sin máscara alguna y están los pueblos que, de vez en cuando, tienen la buena costumbre de matar a sus dictadores. Allende no fue en modo alguno un dictador. El problema de Allende fue que empezó con impulso una revolución democrática que acabó fracasando en la producción. Frei le entregó un país en marcha y Allende dio muchos pasos en falso. Se enmaraño en las redes de la pequeña guerrilla política. Latinoamericana es un continente en el que se inauguran revolucionas todos los días. De la mayoría de ellas sólo se pone la primera piedra. Pocas consiguen terminar el edificio”. (Enrique Lafourcade)

Memoria y olvido

“En mi obra La muerte y la doncella trato del precio que se paga por olvidar, de lo que la gente quisiera recordar, de lo que la gente sueña. Empecé a pensar en escribir esta historia cuando Pinochet era el general que mal gobernaba Chile. Hoy, muchos años después de que la historia de una mujer llamada Paulina, torturada por el régimen militar chileno, empezase a conmover al mundo creo que mi obra sigue estando vigente porque bucea en las grietas de la memoria y del olvido, en la capacidad de una sociedad para no cuestionar el pasado. El precio que se paga por comer el pan que comemos, por el trabajo que tenemos, por la tranquilidad hogareña que disfrutamos, es el de la represión interna de callar lo que sentimos. El recuerdo de lo desagradable es incómodo y por eso se trata de olvidar, pero el pasado siempre regresa. Hay cosas que ocurrieron y que no se pueden olvidar. Yo apoyé la transición democrática y pacífica en Chile. Creo que el acuerdo con la dictadura de Pinochet fue necesario. Pero hay un matiz en ese apoyo: el del precio que se paga por el compromiso. Creo que hay mucha gente que no está dispuesta a preguntarse, en la soledad que refleja su rostro ante el espejo, cual es el precio que han tenido que pagar, como seres humanos, por el sacrificio de no recordar lo que Pinochet inspiró, por olvidar los sueños y las vidas que truncó. Y a esa historia de memoria y olvido le puse como título el de una composición de Schubert. Para demostrar que cultura y barbarie pueden coexistir” (Ariel Dorfman)

Ni un muerto más por Pinochet

“En el avión en el que salí de Chile tras el golpe de estado la azafata me ofreció una bebida y cuando di el primer sorbo me preguntó si sabía que fruta era. No lo supe adivinar. Ella me dijo que era una fruta mexicana. Fue entonces cuando tuve conciencia de que estaba a salvo. Ahora, tantos años después, cuando me preguntan si quiero que procesen y condenen a Pinochet siempre respondo que si ese procesamiento ha de costar la muerte a un solo chileno yo prefiero que Pinochet siga tranquilo en su casa. Ya murió bastante gente por su culpa. Ni un muerto más” (Roberto Bolaño)

*Guayasamín fue el pintor ecuatoriano que legó a la posteridad su monumental Capilla del Hombre, a unos kilómetros de Quito, en la que se recoge parte de su extensa obra. En una de las paredes de la Capilla se lee: “Yo lloré porque no tenía zapatos hasta que vi a un niño que no tenía pies”. Vitando la Capilla le explicaron al utor que no se sabía dónde escuchó Gauyasamin ese aforismo ni en boca de quién pero el pensamiento del artista ecuatoriano siempre estuvo comprometido en la lucha contra la pobreza y con la democracia.