La memoria como Gran Cementerio

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Cincuenta años de amistad con Juan Marsé dan para muchas anécdotas, para muchas historias que ratifican su frase, repetida muchas veces, de que este país es una mierda.

Trabajaba en una habitación pequeña, cerca de la entrada de su piso. Junto a la ventana, una mesa rinconera y dos butacas. A la derecha, un aparato de televisión, algunos libros, pocos, y junto la puerta, la mesa de trabajo con un ordenador, muchos bolígrafos y enganchadas en la pared un par de máximas sobre la decencia y la escritura, firmados por dos grandes novelistas. En las estanterías, libros y fotos familiares. En ese espacio reducido, austero, forjo Marsé su gran retablo novelístico de la posguerra española a partir de miles de horas sentado tras esa mesa. Quiso el destino que esa habitación haya quedado vacía para siempre al morir Juan el 18 de julio, fecha que él, como tantos otros, siempre odió.

Tuve un subdirector muy querido, Manuel Ibáñez Escofet, que reunió sus recuerdos bajo el título La Memoria es una Gran Cementerio. Mi memoria también lo empieza ser. Juan Marsé es la última tumba sobre mis recuerdos. El Marsé sarcástico, explicándote su entrevista con el máximo preboste de la censura, tratando de que levantase la prohibición de publicar últimas tardes con Teresa: “Me dijo que la novela le había gustado mucho pero que había demasiada carga erótica. No ponga pechos, ponga senos, que excita menos la libido; y no escriba muslos, ponga entrepierna, que no tiene tanta carga erótica”, me aconsejó, yo diciéndole vale, vale…

El Marsé nervioso a la espera de declarar ante el juez de prensa e imprenta, que de día velaba por nuestra moralidad y por las noches iba de putas, que no había mala intención al presentar, en la narración escrita a dos manos con Manolo Vázquez Montalbán, a Caperucita Roja como ninfómana y al lobo como misógino.

El Marsé crítico con todos los nacionalismos, con los articulistas de prosa sonajero, con los directores de cine que destrozan buenas novelas al llevarlas al cine.

Tenía aspecto adusto, pero era tierno. Creía en pocas cosas pero siempre defensaba aquello en lo que creía. Era fiel a sus amigos y creía que había muchos Goytisolos y por eso escribían tanto. Un día coincidí en el ascensor de Planeta con el editor José Manuel Lara, que me dijo:”Dile a tu amigo el Marsé que me escriba una novela toda seguido, nada de ir para adelante y para atrás; la historia de un emigrante español que se enamora en París de una puta. Le daré el Paneta”. Se lo dije a Marsé y dijo: “Hostia”. Escribió una novela “toda seguido”, la muchacha de las bragas de oro, su peor novela, y ganó el Planeta.

Iba una madrugada por una calle estrecha y oscura cuando la mujer que le vio venir con cara de mala leche salió corriendo a pedir ayuda a una patrulla de la Guardia Civil. “Me quería violar”, les dijo. Un civil le hizo poner cara a la pared mientras le cacheaba. El otro civil le preguntó tras observarle atentamente: “¿Tú eres el Marsé?” y al responder que sí le gritó a la señora “¡Márchese, coño! ¿Cómo la va a querer violar un novelista como el Marsé?”.

Almorzamos un día con Margarita Robles. Marsé quería consultarle la solución que planeaba para el final de una de sus novelas y Margarita le dijo que jurídicamente esa idea era imposible. “¿Y qué hago yo ahora?”, se preguntó Marsé. “Pensemos con calma cómo darle al vuelta”, le respondió Margarita. Ignoro si consiguieron dársela.

Amaba las novelas de Balzac; soñó con las Nieves del Kilimanjaro; releyó una y otra vez La isla del tesoro. Joan de Sagarra era su gran amigo. Hace años a Marsé le falló el corazón. Hace menos años necesito la diálisis, dura de llevar. La última vez que nos vimos me dijo que había perdido capacidad de concentración.

El balcón es estrecho. No caben en él tantos recuerdos. Paro esta noche. Volveré sobre Marsé más adelante.